"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Latas de conservas

Latas de conserva. Jorge Muñoz Gallardo. Puede que a quienes lean estas líneas les parezca insólito recordar que los alimentos conservados en lata hallan aparecido muchos años antes de que se inventara el instrumento adecuado para abrir las gruesas latas que contenían carne de vaca, cerdo, ave, pescado y también frutas. De modo que miles de personas tuvieron que pasar agudos dolores de cabeza para abrir una lata y disfrutar de su contenido. Los fabricantes de la época, recomendaban usar martillos, clavos de diez pulgadas, hachas de mano y hasta disparos de fusil, para destapar una lata de alimento en conserva. Sin embargo, todos sabemos que nuestra historia está llena de curiosidades y contradicciones, razón por la cual aceptamos las dificultades de tantos antepasados de voluntad y esfuerzo, como simples anécdotas, sin concederles a sus proezas el mérito que les corresponde. Entre los que más sufrieron con los alimentos enlatados, están los exploradores, soldados y aventureros que se internaban por selvas, montañas, desiertos, mares turbulentos, paisajes cubiertos de nieve, enfrentando toda clase de peligros. Tal fue el caso del soldado español, Conrado Álvarez, hombre de corazón intrépido que en calidad de mercenario integró un batallón británico apostado en las selvas de Bengala, en la India, por los finales de 1847. Al rudimentario inglés del soldado Álvarez no me voy a referir porque da espacio para otra narración, pero reitero las cualidades de su firme espíritu, que lo llevaron a protagonizar esta singular aventura. Era la hora de la siesta, el calor y la humedad de aquella geografía, tenía a todo el destacamento roncando debajo de las carpas de tela. Hasta los encargados de la vigilancia cabeceaban con la barbilla apoyada en el pecho. Sólo Conrado Álvarez mantenía una actitud de atención, esto no por disciplina sino porque siempre había tenido problemas para dormir, especialmente cuanto estaba preocupado. Su inquietud se basaba en que había visto una extraña sombra deslizándose a cierta distancia. Decidido a aclarar el suceso, cogió su mochila y el fusil, miró a sus compañeros, como si quisiera buscar apoyo, pero al no descubrir a ninguno dispuesto a seguirlo, empezó a caminar hacia la espesura. Al llegar al sitio donde creyó ver la sombra, encontró unas huellas borrosas que a los pocos metros se perdían en la abundante vegetación. La mochila le pesaba en la espalda, su mano derecha apretaba el fusil, sus ojos negros y redondos escudriñaban los alrededores. Mientras avanzaba cobraba fuerza en su pensamiento la idea de que las huellas pertenecían a un soldado enemigo que había descubierto la posición del destacamento británico y ahora regresaba a sus propias posiciones para dar la noticia y acabar con todos ellos. Si alcanzaba al intruso, podría derribarlo de un culatazo, atarlo de pies y manos, llevarlo al campamento, hacerlo confesar. Salvaría las vidas de sus compañeros de armas, sería condecorado, pasaría a la inmortalidad. Desde que era un niño, allá en la casa de su abuela materna, en su Galicia natal, jugaba con soldaditos de plomo y soñaba con grandes acciones que lo elevaban por encima del hombre común. Cuando consultó su reloj, apenas había luz para distinguir los números. No sabía donde estaba ni como volver, a lo lejos, sobre los montes oscuros, se desparramaban los postreros fulgores del sol. Una pareja de buitres surcaba la altura con lento vuelo, un temblor parecido a un mal presagio le recorrió la espalda. Según sus cálculos, había andado durante unas tres horas, tal vez se había movido en círculos y en ese caso estaba cerca de su propio campamento, pero también pudo caminar en una misma dirección y entonces se hallaba cerca de sus adversarios. Cualquiera fuera la alternativa correcta, debería pasar la noche allí, expuesto a fieras desconocidas y feroces, insectos venenosos, primates agresivos, evitando en todo momento quedarse dormido. Sin embargo, Conrado Álvarez era un soldado, su vida dependía de la frialdad de sus nervios, y de las latas de alimentos en conserva que guardaba en la mochila. Eligió un árbol de ramas altas, pocas hojas, por cuyo tronco subían y bajaban diminutas hormigas negras. Después de comprobar que ninguna fiera se escondía en las ramas ni en el tronco, decidió que era el momento de comer, dejó el fusil apoyado en el árbol, abrió la mochila tirando los duros broches, sacó un gran tarro de lata que contenía sardinas en aceite y se quedó mirando la etiqueta con el mismo asombro experimentado por un arqueólogo ante un grupo de signos recién descubiertos. Siguiendo las instrucciones del fabricante, intentó romper la lata con la hoja de su cuchillo, pero lo único que consiguió fue hacerle unas cuantas rayas. Luego la golpeó con una piedra de regular tamaño, fuera de las abolladuras no avanzó demasiado. Podía disparar sobre el tarro, pero el estruendo llamaría la atención de sus adversarios. (Se vio a sí mismo con las manos atadas a la espalda, conducido ante la presencia del capitán enemigo. El capitán enemigo era alto, enjuto, de mirada homicida, no perdía el tiempo y después de intercambiar algunas palabras con sus hombres, ordenaba que lo trasladaran a un recinto donde le practicaban torturas atroces con el propósito de sacarle toda la información celosamente guardada en su memoria. Debilitado hasta la agonía con las infames prácticas, era arrojado a la selva, donde los animales salvajes lo devoraban en pocos segundos). Soltó un largo suspiro, delante de sus ojos volvió a ver –con cierta dificultad- la lata, forrada con una etiqueta amarilla con letras negras. En el centro de la ancha faja de papel, debajo de la frase “Johnson Brothers Company,” desafiando su paladar, su estómago, sus entrañas, estaba el dibujo de dos sardinas con las colas arqueadas en sentido contrario. Cuando quiso consultar otra vez su reloj, el cansancio, la falta de luz, le impidieron determinar la hora con certeza, de modo que tuvo que conformarse con mirar las estrellas, caminar alrededor del árbol, beber de su cantimplora, palpar el cuchillo colgado a la cintura, acariciar el fusil. A lo lejos, resonaba un aullido, a ratos el aletazo de un ave nocturna estallaba encima de su cabeza haciéndolo brincar y poner el fusil en posición de ataque. La tensión de sus nervios llegó al punto máximo con un ruido cercano, era semejante a la quebrazón de frágiles ramas. Su primer impulso fue correr al tronco del árbol y trepar hacia lo alto, sin embargo, con esos zapatones pesados y rígidos era imposible hacerlo. Quitarse el calzado significaba desprenderse del fusil por algunos minutos. En situaciones de peligro, un segundo de descuido podía significar la vida o la muerte. El ruido volvió a escucharse, ahora con mayor nitidez, seguramente un tigre se arrastraba escondido entre la espesa vegetación. El corazón le latía con fuerza, le sudaban las manos, la respiración se le había vuelto agitada, todos sus sentidos estaban puestos en la dirección de la que venía el ligero ruido, lo más probable era que el animal lo había olfateado y calculaba la distancia para saltar sobre él. Pero el tiempo transcurrió sin que ningún tigre saliera desde la hierba alta. Agotado por la tensión, se acomodó en una piedra ancha y plana y permaneció con la cabeza inclinada meditando en todo lo que había vivido en las últimas horas. Al levantar la cabeza, quedó paralizado. Deseaba gritar, pero la lengua no respondía a su voluntad, sus manos aferradas al arma de fuego tampoco le obedecían. Una gran sombra estaba delante de él, los ojos claros de la sombra lo miraban, la sonrisa de la sombra no tenía una intención definida. Cuando logró controlar el espanto, respirar con algo de normalidad, despejar sus ideas, reconoció al sargento Matías Higgins parado a seis metros de él. El sargento Higgins, grande, gordo, bonachón, era el hombre más querido por los integrantes del campamento británico. Conrado Álvarez se incorporó de un salto, abrió los brazos y corrió a estrechar a su amigo. Enseguida le contó todo lo que le había ocurrido desde el instante que decidió perseguir a la misteriosa silueta que vio desplazarse entre la vegetación que rodeaba el campamento y descubrió unas huellas borrosas. Su asombro fue inmenso al oír al sargento decirle que las huellas le pertenecían, que la silueta que se movía en los matorrales era él mismo que había ido a orinar detrás de un árbol mientras sus compañeros dormían la siesta. También le contó que el campamento estaba a unos quinientos metros y que desde el capitán hasta el último hombre, lamentaban su ausencia. Al despuntar el sol entraron en el campamento. Sus compañeros se acercaban a saludarlo con efusivas muestras de afecto. El soldado Álvarez encaminó sus pasos a la tienda del capitán para informarle de lo sucedido desde la tarde anterior. El capitán, alto, enjuto, con la mirada homicida, pero el alma serena y bondadosa, oyó con deferencia el relato de Conrado Álvarez. El capitán estimaba al soldado español, sin embargo, el reglamento lo obligaba a imponerle una sanción. El capitán llamó a su secretario, luego escribió en un papel y puso su firma al pie. El secretario leyó en voz alta. El soldado Conrado Álvarez debía limpiar y abrir todas las latas de conserva del campamento, a la hora correspondiente a las comidas de sus compañeros de armas. Con ese fin se le proporcionaban un martillo y media docena de clavos.

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